Piensa en esto: cuando te regalan
un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un
calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy
felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora
de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a
la muñeca y pasearás contigo.
Te regalan —no lo saben, lo
terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario
de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu
cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de
darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de
atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio
por la radio, en el servicio telefónico.
Te regalan el miedo de perderle de
que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su
marca, y la seguridad de que es una marca
mejor que las otras, te regalan
la tendencia a comparar tu reloj con los
demás
relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen
para
el
cumpleaños del reloj.
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