lunes, 8 de julio de 2013

El experto, Nakajima ton


 En la ciudad de Hantan, capital del antiguo Estado chino de Chao, vivía un hombre llamado Chi Ch’ang que aspiraba ser el mejor arquero del mundo. Después de muchas averiguaciones, supo que el más importante maestro del país era un hombre llamado Wei Fei, cuya puntería era tan perfecta que tenía la reputación  de ser capaz de hacer blanco con todas las flechas de una aljaba en una misma hoja de sauce a una distancia de cien pasos. Chi Ch’ang se dirigió hacia la lejana provincia donde vivía Wei Fei y fue su alumno.
                Lo primero que Wei Fei le ordenó fue que aprendiese a no parpadear. Chi Cha’ng regresó a su hogar y, tan pronto como hubo entrado, se deslizó bajo el telar de su esposa y se quedó allí acostado sobre la espalda, con la intención de mirar sin pestañear el pedal que subía y bajaba directamente ante sus ojos. A la mujer le sorprendió verle en aquella postura y dijo que no podía hilar con un hombre mirándola desde aquel extraño ángulo, aunque fuese su propio marido. Pero sus quejas no le sirvieron de nada y tuvo que seguir tejiendo.
                Día tras día, Chi Ch’ang ocupó su puesto bajo el telar, tratando de no parpadear. A los dos años lo había conseguido, aunque una de sus pestañas fuese atrapada por el pedal. Cuando salió de debajo la máquina por última vez, advirtió que su larga disciplina había dado sus frutos. Nada podía hacerle parpadear, ni un golpe sobre el párpado, ni una chispa de fuego, ni una nube de polvo levantada de pronto ante sus ojos. Tan a fondo había entrenado los músculos de sus ojos a la inactividad que, aun mientras dormía, permanecían abiertos. Un día en que estaba sentado con la mirada fija ante sí, una minúscula araña tejió su tela entre sus pestañas. En aquel momento se sintió suficientemente preparado para presentarse ante su maestro.
                -No parpadear es el primer paso –observó Wei Fei cuando Chi Ch’ang le hubo contado afanosamente la historia de su progreso-. Ahora tienes que aprender a mirar. Practica mirando las cosas y si llega el momento en que lo diminuto te parece llamativo y lo que es pequeño se te haga descomunal, vuelve a visitarme.
                De nuevo Chi Ch’ang volvió a su casa. Esta vez fue al jardín y buscó un insecto diminuto. Cuando halló uno apenas visible a simple vista, lo colocó sobre una brizna de hierba que colgó de la ventana de su estudio.
Se situó en el otro extremo de la habitación y se sentó allí, día tras día, mirando el insecto. Al principio casi no lo discernía, pero después de diez días empezó a verlo ligeramente mayor; al final del tercer mes parecía haber crecido hasta llegar a ser del tamaño de un gusano de seda y podía vislumbrar con claridad los detalles de su cuerpo.
                Mientras Chi Ch’ang se sentaba a mirar el insecto, no notaba el paso de las estaciones, no veía cómo el resplandeciente sol de primavera se convertía en el fulgor deslumbrante del verano; ni cómo, al poco tiempo, los gansos cruzaban el límpido cielo azul del otoño y cómo éste, a su vez, dejaba paso a la aguanieve invernal. Nada parecía existir ahora para él, excepto el pequeño animal sobre la brizna de hierba. Cada vez que un insecto moría o desaparecía, su sirviente le traía otro igualmente diminuto que, a sus ojos, se hacía cada vez mayor.
                Durante tres años, casi no abandonó su estudio; pero un día advirtió que el insecto de la ventana le parecía tan grande como un caballo.
                __- ¡Lo he logrado! –exclamó golpeándose una rodilla. Salió corriendo de su casa. Se le hacía imposible creer lo que veía: los caballos eran tan altos como elevadas colinas y las gallinas como torres del castillo. Saltando de alegría entró de nuevo en su hogar e inmediatamente puso una delgada flecha Shuo P’eng en un arco hueco. Tomó puntería y la clavó directamente en el corazón del insecto, sin tocar la brizna de hierba sobre la cual reposaba.
                No perdió el tiempo y fue explicar su éxito a Wei Fei. Esta vez el maestro quedó suficientemente impresionado y dijo:
                -¡Muy bien!
                Habían transcurrido cinco años desde que Chi Ch’ang se interesó en los misterios del tiro con arco y pensó que su duro entrenamiento había logrado su objetivo. Ninguna hazaña de la especialidad parecía ahora fuera de su alcance.  Para confirmarlo, decidió hacer una serie de pruebas antes de regresar a casa.
                Ante todo decidió emular los triunfos del propio Wei Fei y, a la distancia de cien metros, acertó a hacer pasar cada flecha a través de una misma hoja de sauce. Unos días más tarde volvió a efectuar la proeza valiéndose de un arco más pesado y sosteniendo sobre su codo derecho una copa llena de agua hasta el borde; no se perdió ni una sola nota y de nuevo cada flecha dio en el blanco.
                 A la mañana siguiente, adquirió cien flechas ligeras y las disparó en rápida sucesión contra un blanco distante. La primera hizo diana, la segunda se clavó en la ranura de la primera, la tercera se insertó en la ranura de la segunda y así sucesivamente hasta que, en un abrir y cerrar de ojos las cien flechas se unieron en una línea recta que iba desde el blanco hasta el mismo arco. Había tenido tan buena puntería que, aun después de haber terminado, la larga línea de flechas no cayó al suelo sino que permaneció vibrante en el aire. Al ver esto, hasta el maestro Wei Fei que le había estado observando desde un rincón, no pudo evitar aplaudir y gritar:
                -¡Bravo!
                Cuando, después de dos meses, Chi Ch’ang regresó finalmente a su hogar, su esposa,  furiosa por su larga ausencia, empezó a injuriarle. Pensando en corregir su mal genio, Chi Ch’ang puso rápidamente una flecha ch’i Wei en un arco Cuervo, tensó la cuerda hasta el máximo y apuntó justo encima del ojo. La saeta le arrancó tres pestañas, pero fue tan grande su velocidad y tan seguro su pulso que la mujer no se dio cuenta de nada y, sin ni siquiera parpadear, continuó insultando a su marido.
                El profesor Wei Fei ya no podía enseñarle nada más a Chi Ch’ang, cerca ya del logro de su ambición. Pero éste comprendió con desagrado, que había aún otros obstáculos a vencer. Uno de ellos era el propio Wei Fei. Mientras el maestro viviese, Chi Ch’ang no podría ser llamado el mejor arquero del mundo. Aunque ahora igualaba a Wei Fei en el arte del tiro con arco, estaba seguro de que jamás llegaría a mejorarlo. La vida de aquel hombre era un constante entorpecimiento para su propósito.
                Un día en que paseaba por los prados, Chi Ch’ang vio a lo lejos a Wei Fei. Sin dudarlo un instante, levantó su arco, puso una flecha y afinó la puntería. Pero el viejo maestro había presentido lo que iba a ocurrir y había colocado al punto una flecha en su arco. Los dos hombres dispararon simultáneamente, sus flechas chocaron en el aire y cayeron al suelo. Chi Ch’ang disparó de nuevo otra flecha, pero ésta fue detenida en el aire por una segunda flecha del arco de Wei Fei. Tan extraño duelo continuó hasta que la aljaba del maestro estuvo vacía, mientras que en la del alumno quedaba una flecha.
                -¡Ha llegado mi oportunidad!  -murmuró Chi Ch’ang y al momento preparó la flecha final. Al ver esto, Wei Fei rompió una ramita de un arbusto espinoso que había a su lado. Cuando la flecha silbaba hacía su corazón, golpeó velozmente su punta con la de la espina y la hizo caer al suelo a sus pies.
                Al darse cuenta de que su malévolo propósito había sido frustrado, Chi Ch’ang se sintió lleno de remordimiento, que a buen seguro no habría  experimentado si una de sus flechas llegase a cumplir su cometido. Wei Fei, por su parte,  había sentido tal alivio al escapar de la muerte y estaba tan satisfecho con aquella última muestra de su virtuosismo, que no podía sentir rencor contra su pretendido asesino. Los dos hombres corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron con lágrimas de devoción. (¡Extrañas eran en verdad las reacciones de aquellos tiempos!). ¿No se consideraría absurda esta conducta en nuestros días? Los corazones de los antiguos deben haber sido totalmente diferentes de los nuestros. ¿Cómo explicar, si no, que al pedir una noche el duque Huan una nueva golosina al jefe de la cocina imperial, llamado I Ya, éste le cocinase a su propio hijo y rogó al duque su opinión acerca del sabor? ¿O que el joven de quince años que sería el primer emperador de la dinastía Shin, no sintiese ningún escrúpulo, la noche en que murió su padre, en hacer tres veces el amor con la concubina preferida del anciano?
                 Aunque abrazó a su obstinado alumno perdonándole, Wei Fei era consciente de que su vida podía ser amenazada de nuevo cualquier día. El único medio de desembarazarse de aquel peligro era dirigir la mente de Chi Ch’ang hacia una nueva meta.
                -Amigo mío –le dijo haciéndose a un lado-, como habrás observado, te he transmitido todos mis conocimientos. Si quieres profundizar aún más en los misterios del arco y la flecha, cruza el elevado paso Ta Sing. Por el oeste y sube a la cumbre del monte Ho. Allí podrás encontrar al anciano Kan Ying, quien no tiene rival en conocimientos acerca del arte del tiro con arco, en esta o en cualquier otra época.  Comparada con la suya, tu experiencia es como el insignificante titubeo de un niño. El maestro Kan Ying es el único hombre del mundo al que puedes acudir para que te enseñe. Búscalo y si aún vive, sé su discípulo.
                Inmediatamente, Chi Ch’ang partió hacia el oeste. Oír que sus conocimientos podían compararse con los de un niño, había espoleado su orgullo, haciéndole temer que quizá se hallaba lejos aún de conseguir lo que ambicionaba. Subiría al monte Ho para aumentar sus propios conocimientos con los del viejo maestro.
                Cruzó el paso Ta Sing. Y empezó a trepar por la escarpada montaña. Pronto se le gastaron los zapatos y sus pies y piernas sangraban cubiertos de rasguños. Intrépidamente escaló peligrosos precipicios y atravesó estrechos puentes colocados sobre tremendas grietas. Al cabo de un mes llegó a la cima del monte y penetró impetuoso en la cueva donde moraba Kan Ying.  Era un anciano con ojos tan gentiles como los de un cordero. Era, en verdad, terriblemente viejo, el hombre más viejo que Chi Ch’ang había visto jamás. Su espalda estaba encorvada y al caminar su cabello blanco le llegaba a los pies.
 Pensando que quien llega a tal edad tiene que estar necesariamente sordo, Chi Ch’ang gritó:
                -He venido para averiguar si soy tan buen arquero como creo.
                Sin esperar respuesta de Kan Ying, asió el gran arco de álamo que llevaba a la espalda, colocó en él una flecha Tsu Chieh y tiró hacia una bandada de pájaros migratorios que volaban muy alto sobre sus cabezas. Al punto cinco aves cayeron con fuerza cruzando el cielo azul.
                El anciano sonrió tolerante y dijo:
                -Pero, mi querido señor, se ha limitado usted a disparar con arco y flecha. ¿No sabe aún dar en el blanco sin disparar?  Venga conmigo.
                Molesto por su fracaso en impresionar al viejo ermitaño, Chi Ch’ang le siguió hasta el borde de un gran precipicio, que se hallaba a unos doscientos pasos de la cueva. Al bajar la vista, pensó  que ciertamente había  llegado al *gran escenario de tres mil codos de alto  * descrito de antiguo por Chang Tsai. Mucho más abajo vio una corriente montañosa abriéndose paso como un hilo brillante entre las rocas. Se le nublaron los ojos y la cabeza empezó a darle vueltas. Mientras tanto, el maestro Kan Ying se deslizó rápidamente sobre un estrecho saliente que sobresalía directamente sobre el precipicio y, volviéndose, exclamó:
                -Ahora, deme una muestra de su verdadera experiencia. Venga aquí donde estoy yo y déjeme juzgar su puntería.
                Chi Ch’ang era demasiado orgulloso para declinar el reto y, sin dudarlo un momento, cambió su puesto por el del anciano. Tan pronto hubo puesto los pies en el saliente, se sintió casi suspendido en el aire. Simulando una audacia que no sentía, Chi Ch’ang asió su arco y con dedos temblorosos trató de colocar una flecha. En aquel momento un guijarro saltó del saliente y empezó a caer a miles de pies a través del espacio. Al seguirlo con la mirada, Chi Ch’ang notó que perdía el equilibrio. Se tendió sobre la roca, aferrándose a los salientes con los dedos. Sus piernas temblaban y el sudor le cubría todo el cuerpo.
                El anciano se echó a reír, extendió una mano y ayudó a Chi Ch’ang a abandonar su reducto. Saltando otra vez a la roca, anunció:
                -Permítame, señor, que le muestre lo que es en realidad el tiro con arco.
                Aunque el corazón de Chi Ch’ang le estallaba en el pecho y su cara tenía la palidez de la muerte, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para advertir que el maestro no llevaba nada en las manos.
                -¿Dónde lleva el arco? –preguntó, con voz sepulcral.
                -¿El arco? –sonrió el anciano-. ¿Qué arco? –repitió, riendo-. Mientras necesite un arco y una flecha continuará en la infancia de este arte. ¡El verdadero tiro con arco no los precisa!
                Un solitario milano daba vueltas en el cielo justamente sobre sus cabezas. El ermitaño levantó la vista y Chi Ch’ang siguió su mirada. Tan alto volaba el pájaro que aun a sus agudos ojos parecía una diminuta semilla de sésamo. Kang Ying puso una flecha invisible en un arco incorpóreo, dio a la cuerda toda su tensión y la soltó. A Chi Ch’ang le pareció oír un silbido, y al instante el milano dejó de batir sus alas y cayó al suelo     
                Chi Ch’ang quedó estupefacto. Descubrió que, por vez primera acababa de vislumbrar el límite del arte en el que había decidido ser maestro.
                 Permaneció nueve años en la montaña con el viejo ermitaño. Durante aquel tiempo tuvo que soportar una dura disciplina, de la que nadie supo jamás nada. Cuando al final del décimo año bajó de las montañas para regresar a su hogar, todos quedaron sorprendidos ante su cambio. Su antigua pose resuelta y arrogante había desaparecido, para dejar paso a una expresión embotada de bobo. Su viejo maestro, Wei Fei, fue a visitarle, y tras una simple ojeada, exclamó:
                -¡Ahora sí que puedes decir que eres un experto! Hasta tal punto de que ya no soy capaz de llegar ni a la planta de tus pies.
                Los habitantes de Hantan vitorearon a Chi Ch’ang como el arquero más grande de la tierra, esperando con impaciencia las hazañas que, sin duda, pronto llevaría a cabo. Pero Chi Ch’ang no hizo nada que satisficiera su expectación. Ni una sola vez puso las manos sobre un arco o una flecha. El gran arco de álamo que había llevado consigo en el viaje no fue visto nunca más. Cuando alguien le pedía que se explicase, respondía en tono lánguido:
                -La fase culminante de la actividad es la inactividad, la fase culminante de la oratoria es refrenar la lengua, la fase culminante de disparar el abastecerse de hacerlo.
                Los ciudadanos  más perspicaces de Hantan comprendieron inmediatamente su significado y quedaron sobrecogidos ante aquel gran experto en el tiro con arco que declinaba hacer uso de su arma. Al negarse a disparar, su reputación fue e aumento.
                Circulaban toda clase de rumores e historias acerca de Chi Ch’ang. Se dijo que después de media noche se podía oír continuamente el sonido producido por alguien que tensaba la cuerda de un arco sobre el tejado de su casa. Alguien dijo que se trataba del dios de los arqueros, que se aposentaba a diario en el alma del maestro y durante la noche huía para protegerse de los espíritus malignos. Un comerciante que habitaba en la vecindad hizo correr el rumor que una noche había visto claramente a Chi Ch’ang montado en una nube situada sobre su casa; en aquella ocasión llevaba su arco y oponía sus conocimientos a los de Hou I y Yang Yu-chi, los famosos arqueros de los tiempos legendarios. Según la historia propagada por el comerciante, las flechas disparadas por los tres maestros desaparecían en la distancia entre Orión y Serio arrastrando brillantes luces azules en el oscuro cielo.
                Hubo también un ladrón que confesó que cuando estaba a punto de penetrar en la casa de Chi Ch’ang, salió por una ventana un súbito golpe de aire que le golpeó con tal fuerza que salió disparado contra la pared. A partir de aquel momento todos los malintencionados evitaron los alrededores de la casa de Chi Ch’ang y se decía que incluso las bandadas de pájaros migratorios daban un rodeo para no pasar sobre su tejado.
                Chi _Ch’ang envejeció y su renombre  se extendió por toda la tierra. Parecía entrar cada vez más en ese estado en el que la mente y el cuerpo ya no consideran las cosas exteriores, sino que existen por si mismos en una agradable y sosegada simplicidad. Su cara estólida estaba despojada de todo vestigio de expresión; ninguna fuerza exterior podía turbar su completa impasibilidad. Era raro oírle hablar y era difícil afirmar que aún respiraba. Sus extremidades parecían a menudo rígidas y sin vida, como un árbol marchito. Estaba tan compenetrado con las leyes ocultas de la naturaleza, tan alejadas de las inseguridades y contradicciones de las cosas aparentes, que en el ocaso de la vida ya o conocía la diferencia entre “yo” y “el”, entre “esto” y “aquello”. El calidoscopio de impresiones sensoriales ya no le interesaba; por lo que a él se refería, su ojo podía haber sido una oreja, su oreja una nariz, y su nariz una boca.
                 Cuarenta años después de su regreso de la montaña, Chi Ch’ang abandonó pacíficamente este mundo, como humo que desaparece en el cielo. Durante aquellos cuarenta años no había mencionado el tema del tiro con arco ni había tocado un arco y una flecha.
                Dice la historia que durante su último año de vida visitó la casa de un amigo y vio, encimo de una mesa un utensilio que le era vagamente familiar y cuyo nombre y empleo no podía recordar. Tras bucear sin resultado en su memoria, se volvió hacia su amigo y dijo:
                -Por favor, dime para qué sirve y cómo se llama el objeto que está sobre la mesa.
                Su anfitrión se echó a reír como si Chi Ch’ang estuviese bromeando. El anciano repitió su pregunta, pero el amigo rió de nuevo, aunque esta vez con cierta incertidumbre. Cuando se le repitió seriamente la pregunta por tercera vez, una mirada de consternación apareció en su cara. Observó con fijeza a Chi Ch’ang y habiéndose asegurado que había oído bien y de que el anciano no se había vuelto loco ni hablaba en tono de burla, balbuceó asombrado:
                -OH, maestro, debes ser en realidad el arquero más grande de todos los tiempos. Sólo así se comprende que hayas olvidado el arco... ¡tanto su nombre como su empleo!
            Se dijo que después de esto, en la ciudad de Hantan, los pintores tiraron sus pinceles, los músicos rompieron las cuerdas de sus instrumentos y los carpinteros se avergonzaban al ser vistos con sus reglas.

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