Literatura Rusa



Una carta que nunca llego a Rusia
Nabokov




Mi adorable, mi muy querida y lejana, me imagino que no habrás olvidado nada en los más de ocho años que dura ya nuestra separación, si es que aún consigues recordar a aquel guarda canoso con su librea azul que ni se molestaba siquiera en mirarnos cuando hacíamos novillos para encontrarnos en aquellas mañanas heladas de San Petersburgo, en el Museo Suvorov, tan polvoriento, tan pequeño, tan semejante a una suntuosa caja de rapé. ¡Con qué ardor nos besábamos a espaldas de aquel granadero engominado! Y más tarde, cuando por fin nos liberábamos de aquellas antigüedades polvorientas y salíamos a la luz, cómo nos deslumbraba el resplandor de plata del parque Tavricheski, y qué extraño resultaba oír los gruñidos alegres, ávidos, profundos de los soldados, que se lanzaban unánimes a las órdenes de su comandante, resbalando por el suelo helado, embistiendo con su bayoneta a un muñeco de paja con casco alemán en medio de una calle de San Petersburgo.
Sí, ya sé que en otra de mis cartas te he jurado que no volvería a mencionar el pasado, especialmente las naderías de nuestro pasado en común, porque se supone que nosotros, los escritores exiliados, tenemos una especie de pudor altanero en nuestra forma de expresarnos y sin embargo aquí estoy, despreciando, desde la primera línea de mi carta, el derecho a toda sublime imperfección y destrozando con epítetos vanos el recuerdo, ese recuerdo que tú rozabas con tanta gracia y ligereza. Pero no es del pasado, mi amor, de lo que quiero hablarte.
Es de noche. Por la noche se percibe con especial intensidad la inmovilidad de los objetos: la lámpara, los muebles, las fotografías en sus marcos sobre mi mesa. De cuando en cuando, el agua borbotea y chasquea en sus tuberías ocultas como si una serie de lamentos subiera por las paredes de la garganta de la casa. Por las noches salgo a dar un paseo. Los reflejos de las farolas rezuman brillos intermitentes sobre el helado asfalto de Berlín cuya superficie parece una película de grasa negra en cuyas arrugas se hubieran recostado los charcos. Aquí y allá, una luz granate brilla sobre alguna alarma de incendios. Una columna de cristal, llena de una líquida luz amarilla, se yergue junto a la parada del tranvía, y, por alguna extraña razón, experimento una sensación tan melancólica, tan placentera, cuando, de noche, ya tarde, pasa por delante un tranvía a toda velocidad, vacío, con un chirrido al tomar la curva. A través de sus ventanas se ven con toda claridad las filas de asientos marrones iluminadas entre las cuales se abre camino, a contramarcha, un revisor solitario, con su negra cartera colgando al costado, tambaleándose ligeramente, como si estuviera un poco borracho.
Mientras paseo por alguna calle silenciosa y oscura, me gusta oír cómo algún hombre regresa a casa. El hombre no resulta visible en la oscuridad, y nunca sabes de antemano qué puerta se abrirá a la vida y condescenderá a dejarse penetrar por el chirrido de una llave, para después girar, y detenerse luego, retenida por el contrapeso, para acabar cerrándose de golpe; la llave chirriará de nuevo desde dentro, y, en las profundidades al otro lado del cristal de la puerta, un débil resplandor se rezagará durante un minuto maravilloso.
Pasa un coche sobre columnas de luz húmeda. Es negro, con una raya amarilla bajo las ventanillas. Irrumpe ronco con su bocina en los oídos de la noche y su sombra cruza bajo mis pies. Ahora la calle está totalmente desierta, salvo por un gran danés cuyas patas rascan la acera mientras pasea con una bella joven distraída y sin sombrero que lleva un paraguas abierto. Cuando pasa bajo la farola granate (a su izquierda, sobre la alarma de incendios), sólo una parte, negra y tensa, de su paraguas se ilumina de húmedo rojo.
Y más allá de la curva, sobre la acera -¡y de qué forma tan inesperada!-, la fachada de un cine se arruga con diamantes. Dentro, en su pantalla rectangular y pálida como la luna, se ve a unos mimos más o menos hábiles: la inmensa cara de una joven, con trémulos ojos grises y labios negros cruzados verticalmente por grietas relucientes, se acerca desde la pantalla, y no deja de crecer mientras detiene sus ojos contemplando la nada de la sala oscura, y una maravillosa lágrima, brillante y larga se desliza por una de sus mejillas. Y en alguna ocasión (¡momento celestial!) aparece incluso la vida de verdad, ignorante de que está siendo filmada: un grupo de gente que asoma por azar, unas aguas que brillan, un árbol que cruje silenciosa aunque perceptiblemente.
Más lejos, en la esquina de una plaza, una prostituta corpulenta vestida con pieles negras pasea despacio, deteniéndose de cuando en cuando delante de un escaparate ferozmente iluminado, donde una mujer de cera muy pintarrajeada expone a los paseantes de la noche sus enaguas de papel esmeralda y la seda brillante de sus medias color de melocotón. Me gusta observar a esta plácida puta de mediana edad, mientras se le acerca un hombre maduro con bigote que llegó por la mañana de Papenburg en viaje de negocios (primero pasa por delante y luego se vuelve a mirarla un par de veces). Ella le llevará sin apresurarse hasta una habitación del edificio cercano, que, a la luz del día, apenas se distingue de los otros edificios, igualmente ordinarios. Un viejo portero, educado e impasible, hace guardia toda la noche en el vestíbulo de entrada apenas iluminado. En lo alto de una empinada escalera otra mujer igualmente impasible, abrirá con sabia despreocupación una habitación desocupada y recibirá su pago por ello.
¡Y no sabes qué maravilloso es el estruendo con el que el tren todo iluminado, y riéndose por las ventanillas, atraviesa el puente por encima de la calle! Probablemente no vaya más allá de los suburbios, pero en ese preciso momento la oscuridad bajo el vano negro del puente se llena con una música tan poderosamente metálica que no puedo sino imaginarme las tierras soleadas hacia las que partiré en cuanto me haya procurado esos marcos extras que anhelo con tanta ligereza y despreocupación.
Me encuentro tan alegre que a veces me gusta ir a ver a la gente que baila en el café de mi barrio. Muchos de mis compañeros exiliados denuncian con indignación (una indignación no exenta de un punto de placer) las abominaciones de la moda, entre las que incluyen los bailes actuales. Pero la moda es una criatura de la mediocridad humana, de un cierto nivel de vida, es la vulgaridad de la igualdad, y denunciarla significaría admitir que la mediocridad puede crear algo (ya sea una forma de gobierno o un nuevo tipo de peinado) por lo que merezca la pena preocuparse. Y ni qué decir tiene que estos llamados bailes modernos nuestros son cualquier cosa menos modernos: la moda y la locura de los mismos se remonta a los días del Directorio, porque entonces como ahora los vestidos de las mujeres se llevaban pegados al cuerpo y los músicos eran negros. La moda respira a través de los siglos: la crinolina en forma de bóveda, de moda a mediados del XIX, no era sino la máxima inhalación del aliento de la moda, seguida por una exhalación: faldas estrechas, bailes apretados. Nuestros bailes, después de todo, son muy naturales y bastante inocentes y, a veces -en las salas de baile de Londres-, absolutamente elegantes en su monotonía. Todos recordamos lo que Pushkin escribió acerca del vals: «Monótono y loco». Todo viene a acabar en lo mismo. En cuanto al deterioro de la moral... Esto es lo que leí en las memorias de D'Agricourt: «No conozco nada más depravado que el minué y sin embargo nadie se opone a que se baile en nuestras ciudades».
Y así me divierto observando, en los cafés damants de aquí, cómo las parejas «desaparecen veloces ante mis ojos», por volver a citar a Pushkin. Los ojos maquillados de formas divertidas brillan de pura satisfacción, con alegría sencillamente humana. Los pantalones negros se tocan y se enredan con las medias ligeras. Los pies giran hacia un lado y se vuelven hacia el otro. Y mientras, al otro lado de la puerta, me espera mi fiel noche, noche solitaria, con sus reflejos húmedos, sus coches ruidosos, y sus corrientes de viento enfebrecido.
En una noche de ésas, en el cementerio ortodoxo ruso que está a las afueras de la ciudad, una anciana de setenta años se suicidó en la tumba de su marido recientemente fallecido. Fui allí por puro azar a la mañana siguiente, y el guarda, un veterano mutilado de la campaña de Denikin, que caminaba con muletas que crujían al mínimo movimiento de su cuerpo, me enseñó la cruz blanca de la que se había colgado la anciana, y los jirones amarillos que se habían quedado prendidos en el lugar donde los cabos de la soga («totalmente nueva», dijo amablemente) se rozaban. Pero lo más misterioso y encantador de todo, sin embargo, eran las huellas en forma de medialuna de sus tacones, diminutas como las de un niño, abandonadas en la tierra húmeda junto a la losa. «Pisoteó un poco el césped, pobrecilla, pero por lo demás no ha estropeado nada», observó el guarda tranquilamente y, mirando aquellos jirones amarillos y aquellos lugares en que la tierra estaba un poco hundida, me di cuenta de repente de que se puede distinguir una sonrisa inocente incluso en la muerte. Probablemente, mi amor, la razón principal por la que te escribo esta carta es para contarte este final tan fácil, tan dulce. La noche de Berlín quedó así resuelta.
Escucha: soy feliz, absoluta o idealmente feliz. Mi felicidad es una especie de desafío. Mientras deambulo por las calles y plazas y por los caminos junto al canal, sintiendo distraído los labios de la humedad a través de mis suelas gastadas, llevo orgulloso sobre los hombros mi inefable felicidad. Los siglos pasarán uno tras otro, y los escolares bostezarán ante la historia de nuestras revoluciones y miserias; todo pasará, pero mi felicidad, mi amor, mi felicidad permanecerá, en el reflejo húmedo de una farola, en la curva precavida de los escalones de piedra que descienden hasta las aguas negras del canal, en la sonrisa de una pareja que baila, en todo aquello con lo que Dios tan generosamente circunda la soledad humana.








Andreí Platónov
Rusia 
1899  1951


Una madre regresó a su casa. Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero no pudo acostumbrarse a vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de las fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella había tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba de nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos, despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos. Ahora se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja llevada por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al sentir que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a nadie, sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera, pero ella no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida y el lugar en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.
En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no tocaron a la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó la mucha humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que muriera por su cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una opaca luz de extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas y a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona prefieren pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen, porque temen ser vencidos por una fuerza desconocida.
Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su casa, pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada con barro pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la cabeza de una persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el fuego alemán, que sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que crece sobre las tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había desaparecido todo el vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste lo iluminaba todo, y era posible ver en la lejanía a través de la tierra silenciosa. Pasaría muy poco tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar antes habitado, los vientos soplarían libres, los torrentes de lluvia lo igualarían y ya no quedaría huella humana ni nadie para asimilar y heredar como un conocimiento útil todo el sufrimiento de la vida terrestre. Este último pensamiento hizo suspirar a la mujer, y también el dolor que sentía su corazón por tanta vida perdida y sin memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería vivir para amar a los muertos, para terminar los planes que la muerte había interrumpido.
Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las manos en el polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino, sabía que había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué pasaría con el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si también su corazón dejaba de respirar?
La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le acercó su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes gorda, pero ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus dos hijos pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había desaparecido en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar a sus hijos y terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.
-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.
-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos. Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.
Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María Vasílievna recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a inspeccionársela. Las dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras una trabajaba afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó dormida con la tranquilidad que le infundía la cercanía de una persona conocida.
-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.
-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?
-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.
-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás les hubiera tocado la misma desdicha.
-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo María Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual. Tengo la sensación de estar muerta...
-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo también vivo así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también descansan... Sé dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para enterrarlos, yo estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a todos los muertos, levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a nuestros muertos los llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y apuntaron en el acta cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo de asuntos y luego empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.
-¿Y quién la cavó? -se preocupó María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo? Una tumba profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.
-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue su tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...
-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron arriba, sin aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.
-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver... Allí, detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los verás. Yo hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz se cae aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...
María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó a inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura los espíritus tristes y enfermos.
Después, cuando cayó la tarde, María Vasílievna se levantó. Era una mujer vieja y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde descansaban sus niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más allá su hija.
María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en casitas de madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas que había junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos remotos. Ahora nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa superior de tierra y la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores, o los habían cogido como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.
La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos pasados, al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra los había roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un aspecto triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...
María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles y temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.
Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron las estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la tierra oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les impedía apartar la vista de ella.
«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos muertos-, si estuvieranvivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos destinos podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha quedado la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por ustedes...? ¿Qué edad tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía dieciocho, cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto corazón gasté en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante, porque murieron, no pude conservarles la vida, no los rescaté de la muerte, mi solo corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos, aunque no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé: "Que vivan solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la tierra, todavía nada está listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por arreglarlo todo, para dejarlo a punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir, pero tampoco tenían otro lugar donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las madres? Paríamos hijos, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido vivir...»
Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de la tierra remaba el silencio, nada se oía.
«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la muerte los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin mis hijos, no quiero vivir sin muertos...»
María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que la llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando algo como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora su hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía oír su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?
María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del silencio del universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que, de tan lejana, sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre la esperanza y la alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los muertos regresarían a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se abrazarían y no se separarían nunca más.
A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que aquello significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la ayuda de los vivos y no quería seguir estando muerta.
«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo María Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque la muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»
La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como si Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño y se quedó dormida sobre la tumba.
El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el sordo retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna despertó y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los cañones. «Son los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un poder soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a la gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a los muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»
María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.
Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más cerca de sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que les había dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos infantiles y el color de sus ojos vivos.
Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de Mitrofánievsk y se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar combustible; habían dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la ciudad se había retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así librarse del combate.
Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la cual brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba ver cómo vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los insectos que conocía de antes.
A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja acurrucada sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración. Después giró el cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse de que no latía. «Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en silencio el rostro de la muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como peal de repuesto-. Ya no tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por el hambre y por la desdicha que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»
«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No importa de quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»
Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose angustiosamente de la madre ajena.
«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay tiempo de afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo entero deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo sería en vano.»
El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso.

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