¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de
escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré?
¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!
Si no estuviese seguro de lo que he visto,
seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis
comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis
observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de
una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?
Me encuentro actualmente en un sanatorio;
pero si entré en él ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce
mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé
para qué. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como
una intolerable pesadilla.
Hela aquí:
He sido siempre un solitario, un soñador, una
especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin
acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en
todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de
molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con
amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos
familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez
mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.
Este anhelo es más que un impulso, es una
necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro
siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni
siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un
ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.
Tanto me agrada estar solo, que ni siquiera
puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo techo que yo. No vivo
en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir moralmente,
es para mí un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre inmensa que
hormiguea, que se mueve a mi alrededor, hasta cuando duerme. Porque, aún más
que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño. Cuando sé, cuando
tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas que se ven
interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón, no puedo ya despertar.
¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién lo sabe!
Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo lo que ocurre
fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en mi mismo
caso.
En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los
que tienen necesidad de los demás, aquellos a quienes los demás distraen,
ocupan, sirven de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo
mismo que la ascensión a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos
otros a los que, por el contrario, los demás cansan, molestan, cohíben,
abruman, en tanto que el aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño
de descanso en la independencia y en la fantasía de sus meditaciones.
En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno
psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia afuera; otros, para
vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención exterior es de
corta duración y se agota pronto, y cuando llega a su límite, me acomete en
todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable.
Como consecuencia de todo lo que antecede, yo
me apego, es decir, estaba fuertemente apegado a los objetos inanimados, que
vienen a adquirir para mí una importancia de seres vivos. Mi casa se convierte,
se había convertido en un mundo en el que yo llevaba una vida solitaria, pero
activa, en medio de aquellas cosas: muebles, chucherías familiares, que eran
para mí como otros tantos rostros simpáticos. Había ido llenándola poco a poco,
adornándola con ellos, y me sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz
como en los brazos de una mujer agradable cuya diaria caricia se ha convertido
en una necesidad suave y sosegada.
Hice construir aquella casa en el centro de
un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un paso de una
ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí tal deseo,
los recursos que ofrece la vida social. Todos mis criados dormían en un
pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta, que estaba
cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que encontraba
al verme envuelto en la oscuridad de las noches, en medio del silencio de mi
casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes árboles, que
todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis anchas,
costándome trabajo meterme en la cama.
El día de que voy a hablar habían
representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era aquélla la primera vez que
asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me
produjo un vivo placer.
Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil,
llena la cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de un mundo
de hadas. Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera
y estuve varias veces a punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto
de arbitrios hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez un poco más, o
sea veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la
madrugada; se aclaró un poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en
su triste cuarto menguante. La media luna del primer cuarto, es decir, la que
aparece a las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero
la que se levanta después de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es
la verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han debido
hacerla todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo,
despide un brillo alegre que regocija el corazón y traza en el suelo sombras
bien dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan apagada que
casi no llega a formar sombras.
Distinguí a lo lejos la masa oscura de mi
jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un malestar al
pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura era muy
suave. Aquella gruesa mancha del arbolado parecía una tumba dentro de la cual
estaba sepultada mi casa.
Abrí la puerta y penetré en la larga avenida
de sicomoros que conduce hasta el edificio y que forma una bóveda arqueada como
un túnel muy alto, a través de bosquecillos opacos unas veces y bordeando otras
los céspedes en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de
tonalidades confusas en medio de las pálidas tinieblas.
Una turbación singular se apoderó de mí al
encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni el más leve
soplo de aire circulaba entre las hojas. "¿Qué es lo que me pasa?",
pensé. Muchas veces había entrado de aquella manera desde hacía diez años, y
jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo. Jamás lo tengo
durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un merodeador,
con un ladrón, todo mi ser físico habría experimentado una sacudida de furor y
habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba, además, armado.
Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia recelosa que
germinaba en mí.
¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿El
presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos del hombre cuando va a
encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe!
A medida que avanzaba, me corrían escalofríos
por la piel; cuando me hallé frente al muro de mi gran palacio, que tenía las
contraventanas echadas, tuve la sensación de que tendría que dejar pasar
algunos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Me senté en un banco que
había debajo de las ventanas del salón. Y allí me quedé, un poco trémulo, con
la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos y clavados en la sombra del
arbolado. Nada de extraordinario advertí a mi alrededor en aquellos primeros
instantes. Me zumbaban algo los oídos, pero ésta es una cosa que me ocurre con
frecuencia. A veces creo oír trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleó
de muchedumbres en marcha.
Pero aquellos ruidos interiores se hicieron
más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado. No era el
bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos
rumores; era un ruido muy característico y, sin embargo, muy confuso, que
procedía, sin duda alguna, del interior de la casa.
Distinguía aquel ruido continuo a través del
muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso ajetreo de una
multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y arrastrasen con
mucho tiento todos mis muebles.
Estuve largo rato sin dar crédito a mis oídos;
pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para distinguir mejor aquel
extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi casa, quedé plenamente
convencido, segurísimo, de que algo anormal e incomprensible ocurría. No sentía
miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?, asustado de asombro. No amartillé mi
revólver, porque tuve la intuición segura de que no me haría falta. Esperé.
Esperé largo rato, sin decidirme a actuar,
con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud. Esperé de pie y
seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una
intensidad violenta, hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de
motín misterioso.
Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía,
eché mano al manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la metí en la
cerradura, di dos vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de
la puerta a chocar con el tabique.
Aquel golpe resonó como el estampido de un
fusil, pero le respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto formidable.
Fue una cosa tan imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí
unos pasos y, aunque tan convencido como antes de su inutilidad, saqué el
revólver de la funda.
Esperé todavía, aunque muy poco tiempo. Lo
que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la escalera, en el
entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de calzado, de zapatos de
hombre, sino de patas de madera y de patas de hierro que vibraban como
címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un sillón, mi cómodo
sillón de lectura, que se marchaba de casa, contoneándose. Y se fue por el
jardín hacia adelante. Y detrás de él, otros, los sillones de mi salón, y a
continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus patitas
cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los pequeños
taburetes que trotaban como conejos.
¡Era una cosa emocionante! Me escondí en un
bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel desfile de mis
muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso vivo o
pausado, de acuerdo con su altura o su peso. Mi piano, mi magnifico piano de
cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo musical en sus
ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas, los
cepillos, la cristalería, las copas en las que la luna ponía fosforescencias de
luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de tentáculos, como
pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio -mi querido escritorio- una hermosa
reliquia del siglo pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la
historia toda de mi corazón, una historia antigua que me ha hecho sufrir mucho.
Dentro de él había también fotografías.
De improviso se me pasó el miedo, me abalancé
sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón, como se agarra a una
mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a pesar de mis esfuerzos,
a pesar de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad. Yo hacía esfuerzos
desesperados para que no me arrastrase aquella fuerza espantosa y caí al suelo.
Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los muebles que venían detrás
empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo solté por fin y entonces
los demás pasaron por encima de mi cuerpo, lo mismo que pasa un cuerpo de
caballería que carga por encima del soldado que ha sido derribado del caballo.
Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme
hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles, a tiempo
de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más pequeños, los más
modestos, los que yo conocía menos entre todos los que habían sido de mi
propiedad.
Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de
mi casa, que había adquirido sonoridad como todas las casas vacías, un ruido
formidable de puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la
parte más alta, y fueron bajando hasta que se cerró por último la puerta del
vestíbulo que yo, insensato de mí, había abierto para facilitar aquella fuga.
También yo escapé, echando a correr hacia la
ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en sus calles y tropecé con
algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la puerta de un hotel en el que
era conocido. Me había sacudido las ropas con las manos para quitar el polvo;
les expliqué que había perdido mi llavero, en el que tenía también la llave de
la huerta en que estaba el pabellón aislado donde dormían mis criados, huerta
rodeada de altas tapias que impedían a los merodeadores meter mano en las
verduras y frutas.
Me tapé hasta los ojos en la cama que me
dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del día
escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a
mi servidumbre en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a
las siete de la mañana.
Parecía trastornado.
-Ha ocurrido esta noche una gran desgracia,
señor, -me dijo.
-¿Qué sucedió?
-Han robado todo el mobiliario del señor;
absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.
Aquella noticia me alegró. ¿Por qué? ¡Vaya
usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de poder disimular,
de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar aquello, de
enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:
-Entonces se trata de los mismos individuos
que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la policía
inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.
Cinco meses duró la investigación. No se
llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más insignificante de
mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de los ladrones.
¡Claro está que si yo hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese hablado..., me
habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que aseguraba haber
visto semejante cosa.
Supe cerrar la boca. Pero no volví a amueblar
mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo caso. No quería entrar
de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.
Regresé a Paris, me instalé en un hotel y
consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me preocupaba mucho
desde los acontecimientos de aquella noche lamentable.
Me animaron a que viajase. Seguí su consejo.
2
Empecé por hacer una excursión a Italia. El
sol me sentó bien. Vagabundeé por espacio de seis meses de Génova a Venecia, de
Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Recorrí después
toda Sicilia, país admirable por sus paisajes y sus monumentos, reliquias
dejadas por los griegos y por los normandos. Me trasladé al África y crucé
pacíficamente el gran desierto amarillo y tranquilo, en el que van de aquí para
allá los camellos, las gacelas y los vagabundos árabes, cuya atmósfera ligera y
transparente está libre de espectros, lo mismo de día que de noche.
Regresé a Francia por Marsella; a pesar de la
alegría provenzal, sentí tristeza, porque el cielo tenía menos luz. Al poner
otra vez el pie en el continente, experimenté esa especial sensación de un
enfermo que se cree curado ya de su enfermedad, pero al que un dolor sordo le
advierte que no está apagado aún el foco del mal.
Volví a París. Al mes, ya sentía
aburrimiento. Era en otoño, y antes que se echase encima el invierno, quise
hacer una excursión por Normandía, desconocida para mí.
Empecé por Ruán, como es natural, y
vagabundeé durante ocho días, distraído, encantado, entusiasmado en aquella
ciudad de la Edad Media, en aquel maravilloso museo de monumentos góticos extraordinarios.
Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme
por una calle inverosímil, por la que corre un río negro como esa tinta que
llaman "agua de Robec", y mientras iba fijándome en el aspecto
curioso y antiguo de las casas, mi atención se desvió de improviso hacia una
serie de comercios de chamarileros, que se sucedían una puerta sí y otra
también.
¡Bien habían sabido elegir el sitio para sus
negocios aquellos sórdidos traficantes de cosas viejas, en una callejuela
quimérica, encima de la siniestra corriente de agua, al abrigo de aquellos
techos puntiagudos de tejas y pizarras en los que se oía rechinar aún las
giraldillas del pasado!
Al fondo de aquellos lóbregos comercios se
amontonaban las arcas talladas, las porcelanas de Ruán, de Nevers, de
Moustiers, las estatuas pintadas, las de madera de roble, los cristos, las
vírgenes, los santos, los ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales,
hasta algunos vasos sagrados y un antiguo tabernáculo de madera dorada, del que
Dios se había mudado. ¡Qué extrañas cavernas las que había en aquellas altas
casas, en aquellos caserones, atiborrados desde las bodegas hasta los graneros
de objetos de toda clase cuya existencia parecía acabada, que habían
sobrevivido a sus poseedores naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas,
para ser comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!
Mi ternura por las chucherías volvió a
despertarse en aquella ciudad de anticuarios. Pasaba de un comercio a otro,
atravesando en dos zancadas los puentes de cuatro tablas podridas tendidos
sobre la nauseabunda corriente del "agua de Robec".
¡Misericordia! ¡Qué sacudida! En el extremo
exterior de una bóveda atiborrada de objetos, que parecía la entrada de las
catacumbas de un cementerio de muebles antiguos, vi de pronto uno de mis más
hermosos armarios. Me acerqué todo tembloroso, tan tembloroso que no me atreví
a tocarlo. Adelanté la mano, y me quedé vacilando. Sin embargo, era el mismo:
un armario Luis XIII, único, que cualquiera que lo hubiese visto una vez lo
identificaría. Dirigí de pronto los ojos más hacia el interior, hacia las más
lóbregas profundidades de aquella galería, y distinguí tres de mis sillones
tapizados, y más adentro aún, mis dos cuadros Enrique II, tan raros que hasta
de París venían a verlos.
¡Figúrense! ¡Figúrense cuál sería el estado
de mi alma!
Me adelanté, atónito, agonizante de emoción,
pero me adelanté, porque soy valiente; me adelanté como pudiera penetrar un
caballero de las épocas tenebrosas en una mansión de sortilegios. Paso a paso
fui encontrando todo lo que me había pertenecido: mis candelabros, mis libros,
mis cuadros, mis tapicerías, mis armas, todo, menos el escritorio que llevaba
mis cartas, al que no vi por parte alguna.
Anduve de un lado para otro, bajando a
galerías oscuras para en seguida subir a los pisos superiores. Estaba solo.
Llamaba, pero nadie contestó. Estaba solo; no había nadie en aquella casa
inmensa y tortuosa como un laberinto.
Se echó encima la noche, y tuve que sentarme,
en medio de aquellas tinieblas, en una de mis sillas, porque no quería
marcharme de allí. De cuando en cuando gritaba:
-¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa?
¿No hay nadie?
Llevaría más de una hora cuando oí pasos,
unos pasos callados, lentos, que no podía precisar en dónde sonaban. Estuve a
punto de echar a correr, pero poniéndome rígido volví a llamar otra vez y
distinguí una luz en la habitación de al lado.
-¿Quién anda ahí? -preguntó una voz.
Yo contesté:
-Un comprador.
Me replicaron.
-Es muy tarde para entrar de ese modo en un
comercio.
Volví a decir:
-Estoy esperándolo desde hace más de una
hora.
-Podía usted volver mañana.
-Mañana me habré marchado ya de Ruán.
Yo no me atrevía a avanzar y él no venía
hacia mí. Seguía viendo el resplandor de su luz, que se proyectaba sobre un
tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los cadáveres de un campo de
batalla. También era de mi propiedad. Le dije:
-¿Viene usted o no?
Él me contestó:
-Lo estoy esperando.
Me levanté y fui hacia donde él estaba.
En el centro de una habitación muy espaciosa
había un hombrecito muy pequeño y muy grueso, grueso como un fenómeno, como un
repugnante fenómeno.
Tenía una barba extravagante, de pelos
desiguales, ralos y amarillentos, pero no tenía ni un solo pelo en la cabeza.
¡Ni un solo pelo! Como sostenía la vela encendida a todo lo que daba su brazo
para verme a mí, su cráneo me hizo el efecto de una luna pequeña en aquella
inmensa habitación atiborrada de muebles viejos. Tenía la cara arrugada y como
entumecida, y no se le distinguían los ojos. Regateé el precio de tres sillas,
que eran de mi propiedad, y le pagué por ellas en el acto una fuerte cantidad,
sin dar más que el número de mi habitación en el hotel. Deberían entregármelas
al día siguiente antes de las nueve de la mañana.
Salí y él me acompañó a la calle con mucha
cortesía. Acto seguido, me dirigí a la Comisaría Central de Policía y relaté al
comisario el robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.
En el acto solicitó informes por telégrafo al
juzgado que había instruido las diligencias en aquel robo, rogándome que
tuviese a bien esperar la contestación. Le llegó al cabo de una hora, y fue
completamente satisfactoria para mí. Entonces me dijo:
-Voy a mandar a que detengan a ese hombre
para proceder en seguida a interrogarlo, porque pudiera ser que hubiese
concebido alguna sospecha, haciendo desaparecer lo que es propiedad de usted.
Vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas; lo retendré aquí para
someterlo a un nuevo interrogatorio en presencia de usted.
-Encantado, señor; se lo agradezco de todo
corazón.
Cené en mi hotel, con mejor apetito del que
me había imaginado. Estaba de bastante buen humor. Le habíamos echado el
guante.
Al cabo de dos horas me presenté de nuevo
ante el funcionario de policía, que me estaba esperando.
-Verá usted, caballero -me dijo en cuanto me
vio- No hemos dado con nuestro hombre. Mis agentes no han podido echarle el
guante.
-¿Cómo ha sido eso?
Me sentí desfallecer.
-¿Pero han encontrado la casa, verdad? -seguí
preguntando.
-Desde luego. Será vigilada hasta que él
regrese. Porque ha desaparecido.
-¿Que ha desaparecido?
-Desaparecido. Acostumbra pasar las noches en
casa de una vecina, chamarilera también, una especie de bruja, la viuda de
Bidoin. Dice que no lo ha visto esta noche y que no puede dar dato alguno sobre
su paradero. Habrá que esperar hasta mañana.
Me marché. ¡Qué siniestras, inquietantes y
espectrales me parecieron las calles de Ruán!
Dormí muy mal, con un sueño interrumpido por
pesadillas.
Al día siguiente, para que no me creyesen
demasiado intranquilo ni precipitado, esperé hasta las diez antes de
presentarme en la comisaría.
El chamarilero no había sido visto y su
almacén seguía cerrado aún.
El comisario me dijo:
-He dado todos los pasos necesarios. El
juzgado está al corriente del asunto; vamos a ir juntos a ese comercio, lo haré
abrir y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta la casa. Delante del
comercio había algunos guardias con un cerrajero. Se abrió la puerta.
Pero, una vez dentro, no vi ni mi armario ni
mis sillones ni mis mesas ni nada, absolutamente nada del mobiliario de mi
casa, siendo que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con alguno
de los objetos de mi pertenencia.
El comisario central, sorprendido, me miró al
principio con desconfianza.
-Pues, señor -le dije-, la desaparición de
estos muebles coincide de un modo extraño con la del comerciante.
Se sonrió:
-Es cierto. Hizo usted mal en comprar y pagar
ayer noche aquellas sillas, porque con eso le dio usted la alerta.
Yo agregué:
-Lo que me parece incomprensible es que todos
los espacios que anoche ocupaban mis muebles están ahora ocupados por otros.
-Eso no es extraño -contestó el comisario-,
porque ha dispuesto de toda la noche y seguramente de cómplices. Esta casa debe
tener comunicación con las de al lado. Descuide usted, señor; me voy a ocupar
con gran interés de este asunto. No andará suelto mucho tiempo el ladrón,
porque vigilamos su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi pobre corazón, cómo
palpitaba!
Permanecí quince días en Ruán, pero nuestro
hombre no volvió. ¿Por qué? ¿Quién podía ponerle obstáculos o sorprenderlo?
El decimosexto día recibí de mi jardinero,
que había quedado para guardar la casa saqueada, esta carta tan extraña:
"Señor:
"Tengo el honor de informarle que ha
ocurrido, durante la noche pasada, algo que no entiende nadie, y mucho menos la
policía. Han vuelto todos los muebles, todos sin excepción; hasta los objetos
más pequeños. La casa se encuentra hoy dispuesta exactamente como lo estaba la
víspera del robo. Es para volverse loco. Esto ha ocurrido la noche del viernes
al sábado. Igual que el día de su desaparición, los caminos están llenos de
huellas, como si hubiesen arrastrado todas las cosas, desde la entrada del
jardín hasta la puerta de la casa.
"Quedamos esperando al señor, de quien
soy humilde servidor.
Felipe Raudin"
¿Volver yo? ¡Eso sí que no! ¡Eso sí que no!
¡Eso sí que no! Llevé la carta al comisario de Ruán, quien me dijo:
-Es una devolución muy hábil. Nos haremos el
muerto y le pondremos la mano encima a nuestro hombre cualquier día de estos.
Pero no le echaron el guante. No, señor. No
le echaron el guante, y le tengo miedo, igual que si fuese una fiera que han
soltado para que me persiga.
Nadie lo encuentra, nadie puede encontrar a
aquel monstruo con el cráneo de luna. Nadie le echará el guante jamás. No
volverá a su casa. ¡Bastante le importa a él su casa! Yo soy el único que
podría dar con él, pero no quiero.
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aun en el supuesto de que volviese y
entrase en su comercio, ¿quién va a probarle que mis muebles estaban allí? No
hay en contra suya más que mi testimonio, y me doy perfecta cuenta de que
empieza a ser sospechoso.
¡Cómo iba yo a poder vivir así! Tampoco podía
guardar el secreto de lo que han visto mis ojos. No me era posible seguir
viviendo como una persona cualquiera, con el temor de que esos hechos se
repitiesen cualquier día.
Vine a ver al médico que dirige esta casa de
salud y se lo he referido todo.
Al cabo de un largo interrogatorio, me dijo:
-¿Tendría usted inconveniente, caballero, en
permanecer aquí algún tiempo?
-Me quedaré gustosísimo.
-¿Quiere usted un pabellón independiente?
-Sí, señor.
-¿Desea recibir a algunos amigos?
-No, señor; a nadie. El hombre de Ruán podría
tratar de llegar hasta aquí mismo con idea de vengarse...
Y desde hace tres meses vivo solo, solo,
absolutamente solo. Estoy casi tranquilo. Un miedo tengo, sin embargo: que el
anticuario se vuelva loco..., y que lo traigan a este asilo... Ni las cárceles
son seguras.