En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados. En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola. Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada. Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel. Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos. El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer. |
El cine y la literatura van de la mano en este viaje llamado vida. Se nutren, se acompañan, se retan y estimulan son arte, forma de resistir a una contemporaneidad compulsiva y vacía.
martes, 28 de mayo de 2013
Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo CORTAZAR
lunes, 27 de mayo de 2013
El guardagujas. Arreola.
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T.
mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
A una mujer. Victor Hugo
A una mujer
¡Niña!, si yo fuera rey daría mi reino,
mi trono, mi cetro y mi pueblo arrodillado,
mi corona de oro, mis piscinas de pórfido,
y mis flotas, para las que no bastaría el mar,
por una mirada tuya.
Si yo fuera Dios, la tierra y las olas,
los ángeles, los demonios sujetos a mi ley.
Y el profundo caos de profunda entraña,
la eternidad, el espacio, los cielos, los mundos
¡daría por un beso tuyo!
lunes, 13 de mayo de 2013
martes, 7 de mayo de 2013
Conservación de los recuerdos CORTAZAR
Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones". Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempres de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones". Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempres de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.
Aplastamiento de las gotas
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
domingo, 5 de mayo de 2013
IDILIO ETERNO Julio florez
Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta;
la luna, ave de luz, prepara el vuelo
y en el momento en que la faz levanta,
da un beso al mar, y se remonta al cielo.
Y aquel monstruo indomable, que respira
tempestades, y sube y baja y crece,
al sentir aquel ósculo, suspira...
¡y en su cárcel de rocas... se estremece!
Hace siglos de siglos, que, de lejos,
tiemblan de amor en noches estivales;
ella le da sus límpidos reflejos,
él le ofrece sus perlas y corales.
Con orgullo se expresan sus amores
estos viejos amantes afligidos:
ella le dice "¡te amo!" en sus fulgores,
y él prorrumpe "¡te adoro!" en sus rugidos.
Ella lo duerme con su lumbre pura,
y el mar la arrulla con su eterno grito
y le cuenta su afán y su amargura
con una voz que truena en lo infinito.
Ella, pálida y triste, lo oye y sube,
le habla de amor en su celeste idioma,
y, velando la faz tras de la nube,
le oculta el duelo que a su frente asoma.
Comprende que su amor es imposible,
que el mar la copia en su convulso seno,
y se contempla en el cristal movible
del monstruo azul, donde retumba el trueno.
Y, al descender tras de la sierra fría,
le grita el mar: "¡En tu fulgor me abraso!
¡no desciendas tan pronto, estrella mía!
¡estrella de mi amor, detén el paso!
¡Un instante mitiga mi amargura,
ya que en tu lumbre sideral me bañas!
¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura,
brillar en el azul de mis entrañas?"
Y ella exclama, en su loco desvarío:
"¡Por doquiera la muerte me circunda!
¡Detenerme no puedo monstruo mío!
¡Compadece a tu pobre moribunda!
Mi último beso de pasión te envío;
¡mi postrer lampo a tu semblante junto!..."
y en las hondas tinieblas del vacío,
hecha cadáver, se desploma al punto.
Entonces, el mar, de un polo al otro polo,
al encrespar sus olas plañideras,
inmenso, triste, desvalido y solo,
cubre con sus sollozos las riberas.
Y al contemplar los luminosos rastros
del alba luna en el obscuro velo,
tiemblan, de envidia y de dolor, los astros
en la profunda soledad del cielo.
¡Todo calla!... el mar duerme, y no importuna
con sus gritos salvajes de reproche;
y sueña que se besa con la luna
¡en el tálamo negro de la noche!.
RETO. Julio Florez
Si porque a tus plantas ruedo
como un ilota rendido,
y una mirada te pido
con temor, casi con miedo;
si porque ante ti me quedo
estático de emoción,
piensas que mi corazón
se va en mi pecho a romper
y que por siempre he de ser
esclavo de mi pasión;
¡te equivocas, te equivocas!,
fresco y fragante capullo,
yo quebrantaré tu orgullo
como el minero las rocas.
Si a la lucha me provocas,
dispuesto estoy a luchar;
tú eres espuma, yo mar
que en sus cóleras confía;
me haces llorar; pero un día
yo también te haré llorar.
Y entonces, cuando rendida
ofrezcas toda tu vida
perdón pidiendo a mis pies,
como mi cólera es
infinita en sus excesos,
¿sabes tú lo que haré en esos
momentos de indignación?
¡Arrancarte el corazón
para comérmelo a besos!
jueves, 2 de mayo de 2013
Instrucciones para llorar. Cortazar
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
El Zahir. Borges.
En Buenos Aires el Zahir es una
moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las
letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat,
a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de
Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah
hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una
pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de
turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de
uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un
pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó
a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y
acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho qu epensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, elprogreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad cas impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anrigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <> eran un
artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras
de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un
grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perifrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de niquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <>. El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur.
En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del
Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo
un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no
pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del
mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el
informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa
novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de
Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked
on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la
referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun
de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días.
Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había
pintado en unpalacio la figura del tigre. Años depsués, Taylor visitó las
cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en
cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado
(en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de
tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera;
lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y
ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en
esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había
sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa
imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le
dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer[1],
pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que
una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la
Edad de la Ignorancia fue elídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del
Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro[2]. También
dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a unsueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realdad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse enDios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho qu epensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, elprogreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad cas impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anrigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perifrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de niquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <
Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a unsueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realdad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse enDios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios
EL VINO DE LOS AMANTES. BAUDELAIRE
¡Hoy el espacio es fabuloso!
Sin freno, espuelas o brida,
Partamos a lomos del vino
¡A un cielo divino y mágico!
Cual dos torturados ángeles
Por calentura implacable,
En el cristal matutino
Sigamos el espejismo.
Meciéndonos sobre el ala
De la inteligente tromba
En un delirio común,
Hermana, que nadas próxima,
Huiremos sin descanso
Al paraíso de mis sueños.
Sin freno, espuelas o brida,
Partamos a lomos del vino
¡A un cielo divino y mágico!
Cual dos torturados ángeles
Por calentura implacable,
En el cristal matutino
Sigamos el espejismo.
Meciéndonos sobre el ala
De la inteligente tromba
En un delirio común,
Hermana, que nadas próxima,
Huiremos sin descanso
Al paraíso de mis sueños.
EL ALMA DEL VINO. BAUDELAIRE.
Cantó una noche el alma del vino en las botellas:
«¡Hombre, elevo hacia ti, caro desesperado,
Desde mi vítrea cárcel y mis lacres bermejos,
Un cántico fraterno y colmado de luz!»
Sé cómo es necesario, en la ardiente colina,
Penar y sudar bajo un sol abrasador,
Para engendrar mi vida y para darme el alma;
Mas no seré contigo ingrato o criminal.
Disfruto de un placer inmenso cuando caigo
En la boca del hombre al que agota el trabajo,
y su cálido pecho es dulce sepultura
Que me complace más que mis frescas bodegas.
¿Escuchas resonar los cantos del domingo
y gorjear la esperanza de mi jadeante seno?
De codos en la mesa y con desnudos brazos
Cantarás mis loores y feliz te hallarás;
Encenderé los ojos de tu mujer dichosa;
Devolveré a tu hijo su fuerza y sus colores,
Siendo para ese frágil atleta de la vida,
El aceite que pule del luchador los músculos.
Y he de caer en ti, vegetal ambrosía,
Raro grano que arroja el sembrador eterno,
Porque de nuestro amor nazca la poesía
Que hacia Dios se alzará como una rara flor!»
«¡Hombre, elevo hacia ti, caro desesperado,
Desde mi vítrea cárcel y mis lacres bermejos,
Un cántico fraterno y colmado de luz!»
Sé cómo es necesario, en la ardiente colina,
Penar y sudar bajo un sol abrasador,
Para engendrar mi vida y para darme el alma;
Mas no seré contigo ingrato o criminal.
Disfruto de un placer inmenso cuando caigo
En la boca del hombre al que agota el trabajo,
y su cálido pecho es dulce sepultura
Que me complace más que mis frescas bodegas.
¿Escuchas resonar los cantos del domingo
y gorjear la esperanza de mi jadeante seno?
De codos en la mesa y con desnudos brazos
Cantarás mis loores y feliz te hallarás;
Encenderé los ojos de tu mujer dichosa;
Devolveré a tu hijo su fuerza y sus colores,
Siendo para ese frágil atleta de la vida,
El aceite que pule del luchador los músculos.
Y he de caer en ti, vegetal ambrosía,
Raro grano que arroja el sembrador eterno,
Porque de nuestro amor nazca la poesía
Que hacia Dios se alzará como una rara flor!»
miércoles, 1 de mayo de 2013
LOS PASOS LEJANOS Cesar Vallejo
Mi padre duerme. Su semblante augusto
figura un apacible corazón;
está ahora tan dulce...
si hay algo en él de amargo, seré yo.
Hay soledad en el hogar; se reza;
y no hay noticias de los hijos hoy.
Mi padre se despierta, ausculta
la huida a Egipto, el restañante adiós.
Está ahora tan cerca;
si hay algo en él de lejos, seré yo.
Y mi madre pasea allá en los huertos,
saboreando un sabor ya sin sabor.
Está ahora tan suave,
tan ala, tan salida, tan amor.
Hay soledad en el hogar sin bulla,
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.
MATERNIDAD. ANDRES CAICEDO
Maternidad
A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. "Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo -la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que seria una brillante carrera", se lamenta el padre rector, en el discurso de clausura. Pepito Torres hizo un viaje repentino Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo publico por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radiopatrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro. Manolin Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos "entrelazados", pero el periódico no explicaba como. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasívamente: "Vemos como crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge. Recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido ambos. No seremos víctimas en vano. Mejoraran los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el rìo". Yo nunca pense‚ que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julian, a la bocana del Océano Pacifico. encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzarla línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aun la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julian le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe como regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente ahora le cercenaba el coxis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: "es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido", decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabia que‚ sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto. "Haré‚ mi afirmación de vida", pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. "Haré‚ mi afirmación de vida".
A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. "Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo -la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que seria una brillante carrera", se lamenta el padre rector, en el discurso de clausura. Pepito Torres hizo un viaje repentino Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo publico por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radiopatrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro. Manolin Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos "entrelazados", pero el periódico no explicaba como. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasívamente: "Vemos como crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge. Recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido ambos. No seremos víctimas en vano. Mejoraran los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el rìo". Yo nunca pense‚ que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julian, a la bocana del Océano Pacifico. encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzarla línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aun la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julian le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe como regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente ahora le cercenaba el coxis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: "es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido", decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabia que‚ sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto. "Haré‚ mi afirmación de vida", pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. "Haré‚ mi afirmación de vida".
CANIBALISMO. ANDRES CAICEDO.
Hay varias maneras de comerse a una persona.
Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No se‚ si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro esta ,Hay varias maneras de comerse a una persona. Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No se‚ si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro esta, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así no más, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo al otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mi antes me gustaba muchísmo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito.. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no como hacen. Yo no se‚ si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa de papel y amarrado con cabuya, lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo. Era un coronel Rodriguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotico, y con una chucha que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en que consistía ese "extraño estado en que se había hallado el cuerpo", pero como yo estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido. No se lo acabaron de todo porque mi coronel ya tenia 52, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca. Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los 35, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.
Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No se‚ si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro esta ,Hay varias maneras de comerse a una persona. Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No se‚ si me gustara ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro esta, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así no más, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo al otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mi antes me gustaba muchísmo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito.. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no como hacen. Yo no se‚ si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa de papel y amarrado con cabuya, lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo. Era un coronel Rodriguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotico, y con una chucha que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en que consistía ese "extraño estado en que se había hallado el cuerpo", pero como yo estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido. No se lo acabaron de todo porque mi coronel ya tenia 52, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca. Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los 35, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.
DESTINITOS FATALES. ANDRES CAICEDO
I
A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista est compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá "el cine de calidad" que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: Imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne "porque el ejército de EE.UU. siempre mata muchos indios", que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.
II
Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá , se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más ,o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y por que a todos se les ve el hambre en la cara, por que, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico.
III
Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:
- Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?
El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:
- Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a parar a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar. Y el gordo al oír eso se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.
A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista est compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá "el cine de calidad" que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías: Imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne "porque el ejército de EE.UU. siempre mata muchos indios", que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cineclub por estar exhibiendo cosas de éstas, cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sufría de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llega la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.
II
Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá , se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más ,o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y por que a todos se les ve el hambre en la cara, por que, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico.
III
Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de Mr. Edgar Allan Poe que pesa 5 kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se acerca y le pregunta:
- Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?
El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:
- Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a parar a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar. Y el gordo al oír eso se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.
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